Era lamentable oír los golpes tan a menudo; aunque ella nunca se quejaba. Le intentaban sonsacar, para que dijera algo con el fin de denunciarle; pero de su boca sólo salían elogios para su pareja.
Él era un borracho mujeriego, que pasaba la mayoría de las noches de farra; y no teniendo suficiente, al llegar a casa extorsionaba el sueño de Belinda. La despertaba a golpes para violarla, y seguidamente roncar como un cerdo.
La noche era inclemente, no dejaba la lluvia de azotar los cristales. Lúgubre se veía el callejón en el que vivían pocos vecinos. Daba la impresión que esa lluvia furiosa traería malos presagios.
Un ruido extraño despertó a Nestor (su vecino del bloque de enfrente), quien se acercó al balcón a ver que es lo que sucedía. Una mano fina y blanca aparecía entre los barrotes. Abrió corriendo, y vio el cuerpo de Belinda enganchado entre las balconadas. El callejón era tan estrecho, que la suerte había querido que no cayera; pero ella no hacía por salvarse. A Nestor se le quedó clavada esa mirada angustiosa, suplicante, que pedía que la dejaran morir.
Intentó coger sus manos para sujetarla; pero el peso de su cuerpo, y sus ganas de llegar al fin, pudieron más que él. La sintió caer. Un golpe seco hizo eclosión en su alma. Corrió escaleras abajo, y pudo comprobar que ya no había remedio. Belinda había pasado a mejores días. Al lugar misterioso donde ya nadie golpearía su piel de seda.
El dolor de todos los vecinos, la impotencia que sufrían, hizo que ese callejón estrecho y sombrío, pasara a llamarse el callejón de la amargura.
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